Rafael Nuñez -La familia y la escuela en un mundo

Puede resultar vertiginoso el ritmo de los cambios en la sociedad. Puede, y es, causa de desasosiego, de malestar emocional y de algunas de las llamadas enfermedades del alma. Depresiones, agresividad o manías personales donde los seres humanos calman su pavor al cambio son bien conocidas. Lo que no se tiene en cuenta suficientemente es cómo el desconcierto sobre qué hacer con nuestras vidas adultas afecta a cómo educamos a los chicos.

Las sociedades modernas basan toda su fortaleza y, también, su debilidad, en estar todos conectados. Lo global, lo diverso que se combina y entra en contacto llega a relativizar las ideas, la conciencia de cada persona. Todas las opiniones sobre ciencia, arte o sobre la vida cotidiana parecen tener el mismo valor. Y las opiniones más agresivamente expuestas son las que triunfan, al margen de su veracidad o de que sean constructivas o no.

Si los adultos han de enfrentarse a los cambios y al fin de las convicciones ciertas y para toda la vida, se quedan sin seguridades. Y si así es, la educación que tal sociedad organiza no tiene claro el papel de enorme debilidad en que se deja a los niños y jóvenes. La idea errónea de que la escuela y la familia deben ser un reflejo de la sociedad es más una consecuencia de no saber qué hacer para educar mejor que de una idea clara de las necesidades reales de la infancia y de la juventud. Al reflejar la sociedad en el mundo educativo y familiar, se convierte la vida del niño en un plató al modo televisivo. Como en este, los compañeros, los vecinos y las redes sociales pesan más que el cuidado emocional del niño y que su esfuerzo por aprender acerca del mundo real.

Es preciso no equivocarse acerca de este punto. La infancia y la juventud deben ser sustraídas de este inevitable aspecto de la sociedad. No se trata de reclamar una imposible vuelta a la fe inamovible, al orden social estricto y a los protocolos de comportamiento de toda la vida. Se trata de preparar a nuestros hijos para ello de la mejor manera y esa es mantener la familia y la educación como bolsas que les protejan del autoritarismo del grupo. Que protejan a los niños del qué dirán y de la falta de respeto evidente. Y de esa más profunda falta de respeto que consiste en emitir opiniones cargadas de tanta soberbia como de ignorancia. Con ellos no todo vale.

  • Los niños deben sentirse seguros en sus familias. Tranquilos, amados y protegidos. Desde esa seguridad es desde donde pueden formarse personalidades seguras de sí mismas y amantes de las artes, de las ciencias y de la vida libre y respetuosa.
  • Deben sentirse respetados en su personalidad. Cada individuo es único e irrepetible y eso sí es algo que debe ser repetido una y mil veces. Educar es animar a aprender, animar a manejar sus emociones y animar a expresar sus talentos. Y esforzarse. Nada de lo anterior puede hacerlo un niño cuando sus armas mentales y sentimentales son escasas aún. Y para eso el grupo social abierto, las redes sociales o la tiranía de sus iguales no es lo mejor.
  • Deben sentir que su escuela no es donde aprende a vivir feliz, sino donde aprende, sin más. La felicidad de la vida escolar se basa en practicar el respeto y la autoestima aprendida en los hogares, sí. Pero, esencialmente, en esforzarse por aprender acerca del mundo social y natural, las técnicas de las artes y a encontrar en ello la expresión de sus anhelos profundos de crecer. Sin conocimientos y sin técnicas poco podrán hacer de adultos. Y sin el cultivo del esfuerzo, lo anterior es imposible.

La educación y la familia es donde decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no expulsarles de nuestro mundo ni dejarlos a merced de tiránicos grupos sociales. La educación y la familia han de ser lugares de cuidados diferentes en los que les demos capacidad de aprendizaje, capacidad de empatía, capacidad de apertura.

Capacitarles es la palabra, no creerles ya capaces, sin más, de enfrentarse al mundo cambiante.

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