Rafael Nuñez Aponte-Diferentes

¿Cuántas normas y cuánta rigidez es más adecuado establecer en las familias? ¿Son buenas las muestras de afecto? ¿Comunicarse con los hijos da resultado?

Estas preguntas suelen flotar en las conciencias de los padres y los llevan a inquietudes, sin duda. Lo cierto es que cuando eso ocurre, se les añaden quebraderos de cabeza y cierto nivel de angustia. Una angustia que, a veces, se añade a la que ya tienen por la propia relación de pareja y, cómo no, por la vida laboral y social. Pero el precio que se paga por no preocuparse es mucho mayor. Y el que se paga por creerse en posesión de la verdad, de un modelo ya perfecto, sea por tradición, sea por soberbia, también es muy alto. Ser críticos y flexibles, buscando lo que más conviene al desarrollo autónomo de cada niño es la mejor estrategia.

Los tres componentes son importantes. Debe haber normas, el clima afectivo es fundamental y la comunicación padres-hijos, básica. Pero, como en tantas cosas, el equilibrio es lo más decisivo. Para percibir mejor cuáles son los resultados del desequilibrio y cuáles los del equilibrio es muy positivo comprobar sus combinaciones.

Las familias conscientes y deseosas de educar hijos con autoestima y capacidad de labrarse su felicidad establecen normas, sí; son afectuosos con los hijos, sin duda; hablan con ellos y les dejan hablar, también. Y lo hacen de manera equilibrada.

Si han de inducirles a que ordenen diariamente su habitación comienzan por hacerlo con ellos, hablando sobre el modo mejor, incluso negociándolo. Hacen participar al niño en la manera de colocar los juguetes y la ropa hasta que el hábito y el modo de hacerlo queda establecido e interiorizado en él. Incluso pueden permitirse alguna excepción, pero, especialmente, hacen que el niño se sienta orgulloso de ser autónomo y cumplidor.

Son cariñosos con los niños y están atentos a sus frustraciones y alegrías enseñándoles a aceptarse y a superarse. Y por la misma razón, es decir, para educarles en la autoestima y la empatía, hablan con ellos en cada ocasión que se les presenta y los escuchan.

En este caso las normas son la base de todo. Son abundantes, son inalterables y excluyen los afectos y la comunicación positivos. Las muestras de afecto no positivas, como decimos, se basan en la culpabilización cuando se transgreden las normas. Así, el niño crece lleno de inseguridades y pasividad. Las comunicaciones van, además, en una sola dirección: de padres a hijos y, casi siempre, para establecer las normas y para refrenar las emociones expansivas de estos. Sienten, así, que lo que piensan o llegan a expresar no importa.

Los padres llegan a ser permisivos por dos vías: la indulgencia y la negligencia. Una es más perjudicial que la otra, pero ambas son de dudosos resultados.

Los indulgentes tienen un alto concepto, excesivo e ingenuo, de la madurez de sus hijos y, en consecuencia, son estos los que ponen las normas. Y, como los niños están en permanente cambio de afectos y de pulsiones, las normas cambian constantemente. Los afectos ya no son, aquí, los propios entre padres e hijos, sino los propios de amigos, de personas que se quieren, que discuten, que se comunican de igual a igual. El resultado es variable. Si los hijos son de natural sensato puede suceder que aprendan por sí mismos un concepto medianamente maduro de la vida. Si no, el resultado es similar al otro tipo de permisividad.

Los padres negligentes son eso: dejados, personas incapaces de educar y preocupados solo por sí mismos. En familias así no hay normas o, si las hay, no se supervisan. Las muestras de afecto son mínimas, pues cada miembro se muestra ocupado solamente en sí mismo. Y no existe una comunicación fluida. Si esta se da, entra dentro del campo de la indiferencia. Los resultados son hijos sin concepto adecuado de sí mismos y con riesgos de comportamientos faltos de educación, de empatía y de confianza en sí mismos.

Este tipo de padres, los hiperprotectores, solo presentan una norma y es de obligado cumplimiento. Consiste la regla en que los padres deben hacer todo por el menor, eliminarle los obstáculos y protegerles de las frustraciones, sinsabores y tristezas que salgan a su paso. El afecto es excesivo y excesivamente complaciente. Por añadidura, se comunican constantemente para saber del nivel de ‘felicidad’ de sus hijos y conocer qué hacen en cada momento.

Padres así creen que tienen que satisfacer todas las exigencias del menor, que son padres para ello. Tienen una concepción de la maduración equivocada y sienten que así es como compensan las carencias de la vida. Acaban siendo padres fracasados y con sensación de ingratitud por parte de los hijos porque eso es lo que cultivan: hijos egoístas y no empáticos ni esforzados.

Por último están los que se sienten incapaces de educar o desinteresados en hacerlo. Saben que existen múltiples instituciones sociales dedicadas a educar: sistema educativo, psicólogos, monitores de tiempo libre, etc. Entregan a todos ellos las responsabilidades que son suyas y se desvinculan emocionalmente de los niños salvo en momentos puntuales. Para lograr esa entrega de sus hijos a las organizaciones educativas recurren a muchos subterfugios y excusas. Así mismo, no les ayudan a afrontar con autoestima los problemas que, con seguridad, tienen.

Lo cierto y real es que lo normal es que una misma familia transite de un tipo a otro según las etapas por las que se pase. Lo cierto es, también, que tener como referencia el modelo equilibrado, es decir, el que busca la manera de que el niño se sienta bien consigo mismo y se sienta bien progresando en empatía, trabajo, aprendizaje y personalidad positiva, es a lo que se debe aspirar.

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